sábado, 12 de mayo de 2012














Beatles, guerra y pandemónium 

La tarde de ese viernes pintaba para convertirse en algo casi perfecto. Nómina, día cálido pero no tórrido y poca carga laboral. Se antojaba para retirarse temprano, aprovechar los bonos y el sueldo y disfrutar -de manera en exceso subjetiva- del fin de semana que ya arrancaba desde el ocaso.
La normalidad y monotonía propias de la sala de prensa era la misma que cualquier otro viernes, sin embargo. El tópico de conversación entre mis compañeros era la aporreada -literal- que había sufrido Peña Nieto tras su visita a la Ibero, por los mismos estudiantes que anteriormente habían ovacionado al Peje. De hecho, empezamos a postear en FaceBook imágenes y links relativos al hecho, y mermar de esa manera el consabido tedio previo al posterior estrés (delicioso estrés) que nos causaba el cierre.  
En mi cubículo, frente a la iMac inmensa de 24 pulgadas, realizando mis obligaciones diarias, retumbaba en mis audífonos The End de los Beatles, con esos maravillosos solos de batería de Starr, y de Harrison en la guitarra, y me distraían del inherente alboroto generado desde el interior de la redacción.
El mismo sonido repetitivo de los drumsticks de Ringo me impidió escuchar con claridad lo que, de momento, se escuchaba como lluvia sobre tejado de lámina (ese sonido metálico, incesante y desesperante) y que instantes más tarde, los gritos de las desafortunadas compañeras que habían salido a fumar para desestresarse, confirmaban con indescriptible miedo y ansiedad: ráfagas de metralla.
Como un solo ente, al primer grito de nuestras colegas al irrumpir en la redacción, el personal completo nos incorporamos de nuestros sitios y comenzamos a buscar las salidas de emergencia.
La impresión que se generaba ante nuestros amigos y colegas sobre cada departamento que atravesávamos era surrealista: el terror, la desesperación y el nerviosismo se reflejaban en nuestros rostros descompuestos, y a la par de nosotros, cada empleado que nos veía escapar abandonaba a su vez su sitio y deberes para incorporarse al éxodo masivo, sin necesidad de preguntar siquiera qué estaba pasando. La respuesta, más que obvia, era evidente: la guerra nos había alcanzado.
Entonces, un estruendo increíble, inmenso e irresistible se dejó sentir... Tan grande y poderoso se presentó, que varios de nuestro compañeros cayeron al piso, lanzados con fuerza por la onda expansiva y sonora que se generó por la explosión. Dolor de oídos. Lágrimas. Ay y más ay. Pero el instinto prevalece.
El pandemónium alcanzó su clímax en este momento, y los gritos de ansiedad, desesperación e impotencia empezaron a brotar de entre la muchedumbre. Al final de la ruta de salida, un acceso sombrío hizo que algunos colegas que formaban la avanzada, se detuvieran recelosos. Otros, más atrás, comenzaron a instar a los primeros, para que dejaran accesar o salieran a su vez.
Finalmente, tras instantes eternos de incertidumbre, silencio y horror, se abrieron las puertas y salimos por ellas.
Por minutos, nada. Silencio e inquietante calma. Algunos compañeros, aventurándose, empezaron a subir escaleras y echar vistazos por la azotea. Nada ni nadie a la vista.
En el ínterin, comenzaron las especulaciones, cuestionamientos a quienes alcanzaron a entrar al edificio cuando empezaba apenas el polvorín, y la zozobra de saber que algunos compañeros más seguían en las calles.
Crisis nerviosas. Llantos. Miradas esquivas. Risas forzadas. Caras largas y demacradas. Cuerpos encogidos y temblorosos. Miedo, miedo y mucho miedo. Para quienes nunca habían estado en medio de una balacera, el mundo se les venía encima. Para quienes ya lo habíamos estado, se nos vino por segunda vez. Nadie quiere presentarse a trabajar la mañana siguiente. Algunos, con el terror dibujado en sus ademanes y su voz, ni siquiera abandonarían el inmueble esa noche; pernoctaron ahí mismo.
Los vehículos de algunos empleados, amigos nuestros, con las huellas evidentes de la refriega suscitada minutos antes. Mudos testigos del infierno acaecido en las afueras de nuestro segundo hogar, de nuestra segunda familia, a tan sólo unos metros de distancia.
Llegaron los soldados. Nadie pudo entrar ni salir por horas.
Sin embargo, dentro, la edición tenía que cerrar, pese a todo. Como autómatas, nos encargamos de concluir con nuestras tareas, sin intentar averiguar nada más allá de lo que pasó, ni del incierto futuro que se cierne sobre todos. Mañana Dios dirá.
Este viernes 11 de mayo de 2012, a las 21.10 horas, el personal de El Mañana de Nuevo Laredo ha sufrido el segundo atentado en su historia. Un tercero será ya insoportable

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